Un Tren Sobre la Mar

El tiempo está de nuestro lado.

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(Ir)Realidades

Charles. Se llamaba Charles y punto. No soportaba que le llamaran Carlos, Charlie, Carlitos ni cualquier otra memez parecida.

– Eh, Charlito, estás ahí? Te estoy preguntando si me lo has traído.

Otra vez habría ido más lejos, pero esta se limitó a dibujar una mueca de desagrado. “Todo sea por el bien del experimento”, pensó.

– Bien, sí, aquí lo tienes. Es un anfetamínico, utiliza el mismo principio activo que los medicamentos que se les dan a hiperactivos y gente con problemas de concentración.

– A ver, chaval, en cristiano.

Charles le mira, incrédulo.

– Creo que lo he explicado bastante claro.

– A ver, chaval, esto es cómo el Rubifen o no?

– Es mucho mejor que el Rubifen.

– ¿Pero me va a ayudar a concentrarme o no me va a ayudar a concentrarme?

– Mira, me han dado la beca del estado y soy, con diferencia, el estudiante de Química con mejores notas de mi promoción. Te lo digo, esto es mano de santo, tú tomate una antes de estudiar y luego hinca los codos. Ya lo verás, apruebas seguro.

El hombre lo mira, y, al instante, Charles sabe que lo ha convencido. Realizan la transacción rápidamente, sin mediar ninguna palabra más. Mientras Charles se aleja, mira hacia atrás de reojo, aguantándose. Cuando dobla la esquina, estalla en carcajadas. Ríe y se seca las lágrimas de los ojos. Aquello era demasiado interesante y demasiado divertido; sí, definitivamente tenía que hacer más pastillas de harina. Y venderlas, claro.

(…)

Charles está apoyado sobre el manillar de su destartalada motocicleta, la noche otoñal ya ha caído cerrada y se ven algunas estrellas. La espera pacientemente fuera de su casa. Siempre le hace esperar, pero nunca demasiado, lo cual es de agradecer. Inspira y expira profundamente, llenando sus pulmones del frescor de la noche. Mira su reloj, ya han pasado algo más de cinco minutos. Agudiza sus sentidos y oye unos tacones bajar por las escaleras de la casa. Enciende la luz de su moto y poco después ve su pelo corto, sus largas piernas y sus ojos negros salir por la puerta. Se acerca a ella, se pone en el papel y se dirige a ella como si fuera una desconocida.

– Disculpe señorita, conoce algún bar de alterne por aquí cerca?

– Qué tonto eres – dice ella sonriendo, mientras acaricia el pelo de Charles y planta un suave beso en su mejilla.

(…)

Es una chica guapa, de estatura media, piel blanca, caderas anchas y piernas suntuosas. En realidad no se llama así, pero Charles siempre la llama Mona, porque según él se parecía mucho a la coprotagonista de una novela negra de idéntico nombre. Ya llevaban juntos bastante tiempo, casi desde que se conocieron. Mona conocía bien a Charles y Charles se sentía bien al lado de Mona. Charles y Mona se habían peleado en numerosas ocasiones, todas ellas debido a la inestabilidad de Charles, pero siempre habían logrado solucionarlo de una manera u otra. Algunos decían que era sólo cuestión de tiempo que llegara la gran pelea que les separaría para siempre, pero ni Mona ni Charles habían considerado esa idea como plausible, ni por un sólo segundo.

(…)

Aunque siempre iban en moto, Charles solía dejarla más lejos de lo habitual del bar, restaurante, cafetería o sitio al que iban, siguiendo instrucciones concisas de Mona. Ver a una chica guapa de buena familia pasear feliz y encantada mientras cogía la mano de un inadaptado social como Charles era un espectáculo digno de ser visto, algo que siempre desconcertaba a la gente de su pequeña ciudad. Y eso a Mona le encantaba.

(…)

Brrrummm, brrummmm, brrummmm; el ruido de la moto resuena en las calles. Cerca de la puerta Charles frena, Mona se baja de la moto y ambos se quitan el casco. Mona le mira con dulzura.

– Sabes Charles, me lo he pasado muy bien.

– Como siempre, ¿no?

– Sí, y eso que hablas poquito.

– Y tú hablas mucho, Mona, así que se compensa.

Ella se ríe, baja de la moto, le besa y se despide. Charles se queda apoyado en el manillar de la motocicleta, esperando. Agudiza sus sentidos y oye los tacones de Mona subiendo por las escaleras.

(…)

Charles Pérez Leighton. Su nombre no inspiraba mucha solemnidad que digamos, mas bien parecía bastante cómico. Pero como tantas otras veces las apariencias engañaban, y tras esas tres palabras se escondía un individuo muy especial. Charles debía su segundo apellido a su madre, que nació en la India y era más blanca que la leche (hija de colonos ingleses). La madre de Charles era pintora y su padre, abogado. Charles era un chico delgado, de cara redonda, nariz pequeña y pelo castaño. Charles era hijo único, y ya de buen principio dejó bien claro que no era un caso fácil: aprendía muy rápido, aprendió antes de la cuenta a gatear, a caminar, a hablar y a escribir, pero tenía episodios extraños: a veces lloraba y lloraba sin remedio y sin motivo aparente, otras se pasaba horas y horas jugando con el mismo juguete, repitiendo el mismo movimiento una y otra vez, algunos días parecía no responder a estímulos externos, se queda con la mirada fija en el infinito y no contestaba a nadie … Estos y otros tantos comportamientos hicieron sospechar a sus padres. Le llevaron a múltiples psicólogos, psiquiatras, pediatras y neurólogos, se barajaron muchas posibilidades (autismo, síndrome de Asperger, TOC, fobia social…), pero ninguno supo darles una respuesta definitiva. Nadie sabía a ciencia cierta qué le pasaba a Charles, pero todos estaban de acuerdo en que su cerebro no funcionaba de la misma manera que el de la mayoría de los seres humanos.

(…)

Charles llega a casa algo cansado. Sin embargo, no va directo a la cama, sino que se quita la chaqueta, los zapatos, se acomoda sobre su sillón de leer y, antes de perderse entre sus sueños, lee una vez más su texto favorito, La Alegoría de la Caverna de Platón.

(…)

Está sentado sobre la mesa de la cocina. Tiene los cereales y el vaso de leche delante, está inmóvil, con la mirada perdida en el infinito. Su madre lo ve, se acerca y posa su mano sobre el hombro de Charles.

– Charles, qué te pasa? Estás bien?

– Déjame. Da igual. No es real.

(…)

El manillar de su motocicleta, una ficción; el viento sobre su cara, una ilusión. Nada de lo que ve, nada de lo que toca ni nada de lo que siente es real. Un rincón oscuro de su cabeza es el único cobijo, mientras la realidad se destroza en mil pedazos delante suyo.

(…)

– Lo que sientes, lo que me dices que sientes, no es verdadero, no es real.

– Charles, no hables, así.

– No hablaré más, no tengo ganas de hablar.

– Mírame Charles.

– No. No quiero mirar a nadie.

– Charles, mírame. ¿Te acuerdas lo que dijo el psicólogo? Estos episodios ocurren a veces, debes centrarte en otras actividades, no pensar demasiado, no dejar que esas ideas se adueñen de tu cabeza. Tienes que moverte, ir a algún sitio, entretenerte… Charles, no dejes que esto te domine.

– No. No. Da igual, qué más da, no importa. No…

– Ven, vamos a dar un paseo, cógeme de la mano, vayamos a tomar algo.

– No, no quiero, quiero estar sólo.

– Charles, mírame. Te quiero.

– No, no es real, no es nada… sólo una sombra, una sombra en la pared.

Charles se aleja, Mona se tapa las manos con la cara. Solloza y llora, desesperada.

(…)

Una semana después de la charla con Mona (la última que ha tenido con ella), tres hombres jóvenes le rodean mientras pasea por una calle cercana a la universidad.

– Eh, tú, idiota, vaya mierda me vendiste. ¿De verdad te pensabas que me lo iba a creer? ¡Imbécil!

Charles apenas puede reaccionar antes de que le caiga el primer puñetazo. El primero de muchos.

(…)

Se despierta tras estar un minuto inconsciente. Cree que tiene magulladuras, heridas y moratones, le duele mucho una costilla, y, en general, cada centímetro de su cuerpo. Intenta levantarse pero no puede, le duele demasiado la costilla. Tirado en la calle, en una esquina, dolorido y apalizado, piensa en las personas que quiere, piensa que ojalá estuvieran a su lado. Y es entonces cuando se da cuenta de lo único que es real, de lo único que importa.

(…)

– Mona, por fin te encuentro, tenía que hablar contigo.

– Charles, yo también quería hablar contigo.

– Mira Mona, tienes que escucharme…

– No, Charles, escúchame tú a mi. Yo siempre escucho tus paranoias. Y te quiero, me gusta estar contigo, pero estos episodios que tienes… no sé cómo sobrellevarlos, no sé cómo actuar. Te quiero Charles, pero es muy difícil.

– Mona, lo sé, sé que es difícil. Pero yo te quiero, te quiero de verdad, y sé que es real, ahora sé que es más real que nada que haya tocado o nada que haya visto nunca.

Mona menea la cabeza y ríe, incrédula. Mira los ojos castaños de Charles y sé da cuenta de que no puede enfadarse con él; no demasiado, por lo menos. Se siente feliz de volver a tenerlo a su lado, lo rodea con sus brazos, cierra los ojos, sonríe y dice:

– Sé que soy una tonta, pero me parece que voy a volver a creerte otra vez.

(…)

Piiippp, piiippp, piiiippp. Un mensaje suena en el móvil de la Sra. Leighton, lo abre y lo lee:

Mamá, lo siento. No era yo, pero no me esforcé lo suficiente como para superarlo. Sé bien todo lo que haces por mi. Sé que es real, te quiero”.

Que me digan lo que quieran”, piensa ella, risueña, “mi hijo no es tan diferente de la mayoría de los jóvenes.”

(…)

Están en un coche rojo, no hay nadie a su alrededor. Mona duerme, ronca un poco, tiene la cabeza apoyada sobre su hombro. Charles aprecia la vista que tiene bajo sus pies mientras acaricia el hombro de Mona.

Charles se despierta. Oye los pájaros cantar. Hace sol, pero una suave brisa sopla. Se da cuenta de que está sentado en el sillón del patio de su casa. Mona duerme plácidamente, estirada, con la cabeza posada sobre su regazo. Está un poco desorientado, y muy feliz. Sonríe. Al fin y al cabo, cuando se trata de la realidad, uno nunca sabe muy bien a qué atenerse.